Más que un cuadro homogéneo, parece una yuxtaposición (extraña o simbólica) de temáticas y estilos. Casi con un anacrónico juego de secuencias, iluminaciones y perspectivas. Hay pinturas incesantes dentro de esta pintura de Édouard Manet.
Un bodegón en primer término. Las figuras son algo más grandes que la naturaleza. Dos paisajes (uno umbrío, otro otoñal) parecen pertenecer a distintas latitudes. La mujer inclinada en el baño, por tamaño, no puede estar tan lejos con respecto al grupo principal. Estilo realista en las frutas. Estilo casi renacentista en los retratos. Estilos pre-impresionistas y pre-expresionistas en los fondos vegetales. Pintura terminadísima en algunas partes, apenas esbozada en otras partes. Velázquez y Goya observados fríamente, a través de un lúdico racionalismo francés. Retrato de una burguesía de tranquilidad aristocrática. El pasado se hace futuro.
Son juegos pictóricos de Manet que nos convierten una apacible escena (en apariencia) en un inquietante cosmos moderno de interrelaciones fugitivas y distantes.
Excelente plasticidad del óleo en esta obra, y excesiva en sutiles “atentados” contra las normas de la pintura, ya que, no en vano, fue escandalosa en su época, incluso la más escandalosa en el París de 1863. ¡Llegaba la más absoluta e intolerable modernidad!
Precisamente escandalosa, porque nos impide la degustación escondida del vouyerismo. Ese desnudo femenino, entre caballeros enteramente vestidos, que nos mira directamente (mirada entre ausente y casual, pero levemente acariciadora, sucintamente invitadora) nos deja clavados al sitio, nos introduce en el cuadro, que es donde no queremos estar, porque al no poder “apoderarnos” de una intimidad fortuita sin ser vistos, es la propia intimidad a plena luz del día que estamos viendo la que se desmitifica, devolviéndonos nuestra propia y estupefacta intimidad. Casi como si nos hubiesen pillado infraganti y como si los únicos que estamos realmente desnudos somos los que miramos el cuadro.
Pintura-espejo, donde es nuestra intimidad la que nos asusta. No la de los demás. Esa mujer nos mira con la mayor naturalidad, sin pudor, sin pecado original, y su mirarnos quedo nos resulta como una bofetada de arrogante inquisición.
Rápidamente, instintivamente, buscamos las manos para taparnos el sexo, solo que… se trata sólo de un cuadro, ¿no?