Son muchas las novelas que empiezan con una descripción del marco espacial donde van a tener lugar los hechos que se nos van a relatar. Un paisaje, un pueblo, el barrio de una ciudad, una comarca, un valle… etcétera.
Lo mismo sucede en la novela Comillo Blanco (White Fang) de 1906 del autor estadounidense Jack London. Sin embargo, esta descripción, en un hombre de acción como era London, no ocupa más que un párrafo, el párrafo inicial. Enseguida “entramos en materia”, comenzamos la aventura de lo salvaje, con una hábil prosa, contundente y sin florituras ornamentales. ¡Que vuele el tiempo narrativo!
Así, en las primeras líneas, más que una descripción paisajista, con apenas unas pinceladas, nos está dando el tono, el carácter del ambiente en el que tendrá lugar toda la novela. Un entorno muy hostil, crudo, salvaje, nihilista, al límite de las condiciones de vida más extremas.
De esta soberbia manera Jack London da comienzo la narración de Colmillo Blanco. Nos hemos permitido poner en negrita las palabras que recalcan lo sombrío y lo terrible (traducción de María del Mar Hernández), que reinciden con aparente objetividad, presentándonos un cuadro demoledor y desangelado.
Introducción con la que arranca la extraordinaria primera parte de la novela, compuesta de 3 capítulos: 1. El rastro de la carne, 2. La loba, y 3. El grito del hambre. Ya de por sí, esta primera parte la podríamos extraer del conjunto y formaría en sí misma una unidad perfecta que podría ser un paradigma de los cuentos de terror (nos da por acordarnos de Poe). Argumento sobrecogedor, narrativa ágil y eficaz, muy eficaz, que te atrapa vertiginosamente.
Esos ojos centelleantes y voraces traspasando la impasible noche helada de los tiempos remotos del hambre…