Una ingente, grandiosa, monumental, vigorosa, pesadilla, donde realidad y ficción se entremezclan en planos imposibles y distorsionan sus fronteras hasta el torrente de la extenuación (La Peta Ponce que trastoca todo lo que toca y funde los tiempos y los confunde, alterando el sentido de todas las cosas, secundada, flagelada, por el espectro de la hambrienta, escuálida, voraz, perra amarilla). El escritor frustrado (Humberto, no Humberto, sin rostro, hombre-recurso-falo, Mudo, Mudito, no mudo, no sordo, ciego, no ciego, fajado, convertido en niño-santo, deshuesado, des-sexado, embutido en sacos, símbolo de la involución, regresar al feto) que muerde sus propios intestinos de la desintegración de la reducción de la anulación. La locura y obsexión del linaje de la aristocracia de don Jerónimo Azcoitía que caerá en el pozo del olvido del fin de los tiempos, yermo, yerto, asistiendo al desdibujo de su rostro ilustre y perfecto, anegado en el espejo del estanque que condenó a Narciso, sepultado por la ciudad de los mayores seres monstruosos y deformes, a la cabeza, al regazo del hijo condenable, maldito, Boy, el engendro del trauma ancestral, el no-nato, la trastienda secreta y decadente, horrísona, de una aristocracia con sus últimos síntomas de muerte y degeneración anunciadas. Desde la no-maternidad de Doña Inés, la Virgen condenada, niña-santa, niña bruja, alma del deseo más íntimamente sexual que devendrá en materia infértil, inmaterial, la abominadora del coño, la negación de la estirpe, la creación simbólica de la imposibilidad de la creación y la recreación y la regeneración, el fin lapidario y abrupto de la tradición de generaciones y generaciones de amos y esclavos. El ocaso de una oligarquía imperfecta, jibosa, erosionada, mortalmente agotada.
Y siempre las viejas, verrugosas, harapientas, amontonando porquerías y paquetitos, desdentadas, asiladas, mendicantes, enloquecidas, idiotizadas, sepultadas entre tapiadas paredes de adobe, las eternas sirvientas apartadas ahora del mundo por ser estigma de pellejos viejos, carcomas prescindibles de puro envejecimiento, ya inservibles, ya estorbos, las que representan el lado oculto y vergonzante de los señores, los grandes señores. Entronizadas por la ingenuidad salvaje y putera de la huérfana procaz y embobada, la Iris Mateluna. Las viejas:
Las viejas, en pares o en grupos, van abandonando la cocina como si partieran, no a dormir sino a reincorporarse a la oscuridad. En el ámbito de la cocina llena de escaños, de mesas de mármol pringosas con sobras de comida, de pilas de ollas como monumentos de hollín y grasa en los lavaplatos atorados, las voces, como los carbones, van extinguiéndose a medida que pasan las horas y los minutos que no pasan.
[…] El poder de las viejas es inmenso. No es verdad que las manden a esta Casa para que pasen sus últimos días en paz, como dicen ellos. Esto es una prisión, llena de celdas, con barrotes en las ventanas, con un carcelero implacable a cargo de las llaves. Los patrones las mandan encerrar aquí cuando se dan cuenta de que les deben demasiado a estas viejas y sienten pavor porque estas miserables, un buen día, pueden revelar su poder y destruirlos. Los servidores acumulan los privilegios de la miseria. Las conmiseraciones, las burlas, las limosnas, las ayuditas, las humillaciones que soportan los hacen poderosos. Ellas conservan los instrumentos de la venganza porque van acumulando en sus manos ásperas y verrugosas esa otra mitad de sus patrones, la mirad inútil, descartada, lo sucio y lo feo que ellos, confiados y sentimentales, les han ido entregando con el insulto de cada enagua gastada que les regalan, cada camisa chamuscada por la plancha que les permiten que se lleven. ¿Cómo no van a tener a sus patrones en su poder si les lavaron la ropa, y pasaron por sus manos todos los desórdenes y las suciedades que ellos quisieron eliminar de sus vidas? Ellas barrieron de sus comedores las migas caídas y lavaron los platos y las fuentes y los cubiertos, comiéndose lo que sobró. Limpiaron el polvo de sus salones, las hilachas de sus costuras, los papeles arrugados de sus escritorios y sus oficinas. Restablecieron el orden en las camas donde hicieron el amor legítimo o ilegítimo, satisfactorio o frustrador, sin sentir asco ante esos olores y manchas ajenos. Cosieron los jirones de sus ropas, les sonaron las narices cuando niños, los acostaron cuando llegaron borrachos y limpiaron sus vómitos y meados, zurcieron sus calcetines y lustraron sus zapatos, les cortaron las uñas y los callos, les escobillaron la espalda en el baño, los peinaron, les pusieron lavativas y les dieron purgantes y tisanas para la fatiga, el cólico o la pena. Desempeñando estos menesteres, las viejas fueron robándose algo integral de las personas de sus patrones al colocarse en su lugar para hacer algo que ellos se negaban a hacer… y la avidez de ellas crece al ir apoderándose de más cosas, y codician más humillaciones y más calcetines viejos regalados como dádivas, quieren apoderarse de todo.