Con Ortega se aprende que todo es cuestión de escribir bien, muy bien, y entonces, digas lo que digas, escribas lo que escribas, calas en el corazón de los hombres, destejes el muro racional del lector, a través del pródigo y acertado torrente verbal, y convences su emoción.
José Ortega y Gasset, con su inmensa calidad literaria, cultísima y a la vez tan cercana y directa, transparente en su fácil entendimiento, pero complejísima en su “espontánea” creatividad y erudición, es un maestro indiscutible del arte de la palabra, y quizá por eso mismo, del arte del pensamiento.
Gran derroche púrpura del lenguaje. Vigor, rigor, infinita plasticidad meridiana en la expresión y las ideas.
No se puede hacer más sencillo lo que es estructuralmente muy complejo. Y son pocos los que aunan como él, como Bertrand Russell, la filosofía límpida y accesible con un artificio de la escritura tan fértil y tan inalcanzablemente, endemoniadamente, ejemplar.
Heredero, amante y enriquecedor originalísimo del castellano, Ortega es sin asomo ni asombro de la duda, una de las grandes cúspides de las letras hispanas que con más tino emplea todo el ingente potencial de su talento para decir, llegar, transmitir, desalojarnos de telarañas y convenciones, desplazar nuestra rutinaria ubicidad y fecundarnos la psique con polen nuevo, polen poético, polen prosaico y polen cartesiano… y todo esto sólo mediante el inexplicable misterio de la palabra bien escrita.