Hablar de Ramón Gómez de la Serna siempre es hablar de palabras mayores, elegantes y multiplicadoras, las que él mismo empleaba con gracia e ingenio inequívocos, nadie cómo él para darle una plástica inigualable al reino de la metáfora. Sus novelas y escritos abundan en el agudo y original aforismo o greguería, de hecho podemos afirmar que la mayoría de sus prosas son una serie interminable de greguerías enlazadas hasta el infinito como cuentas de un collar semántico.
Campeón de la metonimia y todo tipo de retruécanos lingüísticos, Ramón es creador y cultivador y re-creador y re-cultivador de un estilo que quizá sea el más original del siglo XX en lengua hispana.
Ninguno como él capaz de dar vidas complejas y humanas a todos los objetos inanimados que rodean nuestra existencia. Objetos que reverberan con una dimensión profunda, verdadera y reveladora. En Ramón, las cosas son lo que nunca podríamos haber imaginado, pero al sernos revelado, el objeto es ya otra cosa: es él mismo genéricamente, pero es aún más su asociación metafórica inmediata.
Ramón, el gran animista titánico y obsesivo, nos enseña que sin la clarividencia del arte vivimos sin saber absolutamente nada.
Con Ramón descubrimos el invisible hilo conductor de todas las cosas: las vidas, las lluvias “que bajan el techo de la vida”, las gimnasias, las máquinas de escribir, las esencias insólitas, los perfumes que tocan, los labios que miran, el tiempo que se cuela hacia dentro como la moneda en un bolsillo, los zapatos que pisan el pasado de otros zapatos, los maullidos que traspasan el sonido del teléfono en las noches de tercipelo, las muertes que se desangran al bajar las persianas…
Este sumergirse en las conexiones ocultas de la existencia y el devenir (que en Gómez de la Serna supone un obcecado e incesante acto de fe), encontrando nuevos sentidos a la realidad más perfectos y rotundos, ha sido muy cultivado en el siglo XX en literatura y en las artes plásticas, en el movimiento Dadá, en el Surrealismo, incluso en la cultura pop. Pero seguro que es el Surrealismo el principal instigador de esta búsqueda del hallazgo metafórico que cambia la anatomía de las cosas. Quizá el surrealismo no sea otra cosa que la realidad desvestida de su realidad aparente, obteniendo así una realidad desnuda y contundente, desconcertante y a veces descarnada. Muchas realidades paralelas que los ojos no ven a simple vista, y por eso necesitamos al iniciado, al que nos baja el telón, el que nos quita las legañas de lo cotidiano.
Sería extraño considerar a Ramón surrealista, porque lo era y no lo era, nunca quiso serlo, pero lo quiso ser y lo fue dándole su propio nombre y apellido. En Ramón confluyeron todas las vanguardias del periodo entre-guerras, se las merendó de una manera caníbal, regordeta, lunática y bonachona y destiló un estilo, una manera de hacer, una manera de pensar y decir, que está entre lo más logrado y lo más lejano que el hombre haya conseguido plasmar mediante el arte de la cópula de las palabras.
Y el sillón (ese mueble callado de la meditación) donde Ramón Gómez de la Serna escribía, ha quedado vacío (con ese vacío que nos llena de recuerdos de la pluma de nuestro inolvidable gurú madrileño, él tan de Madrid, con ese pie en la provincia y el otro pie en lo cosmopolita).
Ramón no ha tenido casi seguidores que recogiesen con acierto la estela de la greguería. Su literatura es difícil de practicar y ejercer, hay que ser el malabarista Ramón para explotar la magia de las palabras como si fueran pulpa creativa.
No nos cabe duda de que quién mejor recogió su herencia literaria, casi igualándola en certera generosidad, pero pasándola por lodozales más convulsos, añadiendo otros cócteles reactivos, fue nuestro Francisco Umbral, otro enfermo del hacer literario, otro embebido en sacar todos los sentidos posibles a todo lo que nos rodea. Los dos nacieron y murieron escribiendo.
Añadiría a bote pronto otras dos semejanzas al estilo literario ramoniano, una en la pintura: René Magritte. Magritte y Ramón parecen, muchas veces, compartir descubrimientos gemelos. El cuadro «El tiempo perforado»: ¿Lo escribió con pinceles René Magritte antes de que lo pintara con palabras don Ramón Gómez de la Serna? ¿O fue al revés? ¿O viceversa?
Para la otra semejanza con Ramón, que se me viene también de repente, cruzamos el charco y nos topamos con Groucho Marx y su humor cáustico y nada superfluo. Ingenios ambos del siglo XX que nos han dado la clave, a través del humor, a través de la poesía, sobre cuestiones vitales que de otra manera aún permanecerían sin esclarecer. Dos genios de la lámpara de los imposibles reales.
Y no quiero terminar este ramoniano homenaje sin dejarle el teclado y el ratón al gran Ramón maestro de las apariciones, y que brinquen sus truchas de la limpia metáfora en el río ojeroso de la vida.
Así Ramón, se parapeta delante del teclado y del ratón (el único ratón del mundo al que le sale la cola por la boca, como podría decirnos él mismo), yo ya me he levantado y miro, animado y transformado en foco de luz que ve el pasado-presente, cómo teclea mi convocado Ramón, sentado, firme, arqueando la ceja que imagina. Y decide, tras acariciar su mentón con manos de musa, que escribirá lo que yo he elegido de su libro ¡Rebeca!, novela donde su personaje Luis busca hasta el denuedo la mujer ideal y ese amor completo que nos redimirá y no nos permitirá morir en las redes del olvido sin sentido.
– Al frotarse los ojos se ve a Saturno y su anillo.
– “¿Distinguirías el silencio de que me he muerto del silencio de haberme dormido leyendo el periódico?”.
Por ahora no lloraría su muerte más que esa fuente que gotea siempre por más que se apriete la canilla, pero le conmovía esa lágrima perdida que seguiría goteando.
Tenía aburrimiento de maderas barnizadas, pero sabía que la verdad de la muerte es saber lo que significa una puerta.
No se suicida el hombre por los libros sino por el consejo de las puertas.
El martillo dormía con pesadez de cabeza sobre la mesa.
Dejaba más pares de zapatos que los que iba a ponerse debajo de la cama porque eso le ayudaba a vivir, a tener vida de repuesto, a multiplicar sus pies.
No metía a los zapatos casi nunca en la ratonera de los cajones sino que les dejaba ser ratones, ilustrar su vida necesitada de cosas para vivir, para contemplar la verdad de vivir.
Los zapatos debajo de la cama celebraban consejo de caminos y le ayudaban a saber que vivía.
Él le definía el amor:
– Es meter al mundo en un solo corazón para dos.
…el amor, ese poner la frente contra el cielo que es pegar la frente contra la frente de la mujer.