Surrealismos haberlos hay y muchos ismos y muchismos much-ismos, muchísismos. Como el surrealismo del método paranoico-crítico de Salvador Dalí, el soterrado surrealismo oculto y meta-realista del cine de Buñuel, el surrealismo expresionista y gotizante de Max Ernst, el surrealismo metafísico precoz de De Chirico, el surrealismo de formalismo amorfo o abstracto de Tanguy… Etceteralismos varios, por variar y por etceterar un poco dentro de los fértiles cánones surrealistas, o sea, quizá el movimiento artístico-ideológico más potente del siglo XX. (vale, y del presente siglo, que la cosa sigue…)
El surrealismo (renacentista en su claridad compositiva) de Magritte se nos acerca más a una greguería de Ramón Gómez de la Serna representada en dos dimensiones que a un delirante onirismo pictórico. Más que pintarnos escenas o paisajes o pasajes, parece pintarnos una idea rotunda como un diamante de tierra maciza. El tiesto vaciado del tiesto. O el espacio que circunda una esfera transparente, pero sin la esfera.
Magritte y sus deliciosas metáforas-objeto, sus sugestivas pinturas-idea. Donde una dimensión desconocida, sagrada, íntima y sorprendente se revela (en negativo) en el más cotidiano de los objetos: un rostro, una pipa de fumar, un bombín, una nube, un espejo, un paraguas, una bombilla, una ventana, la lluvia, un beso. Los objetos son su contrario oculto y omnisciente. O su aislamiento idílico.
Y René Magritte nos demuestra que las cosas NO son sólo lo que parecen. Las cosas tienen una o varias realidades poéticas, aparentemente invisibles, que definen, y redefinen los objetos, las cosas, el mundo. Estas redefiniciones poéticas, estas identificaciones metafóricas y repletas de analogías, nos acercan mucho más a la esencia de las cosas que la prosaica realidad. Sencillamente, porque el genio de Magritte, nos conecta con algo más antiguo que las palabras mismas: el subconsciente colectivo. Posiblemente así sea.
Por eso mismo, muchas de las pintura de Magritte nos dejan así: sin palabras. Mudos y ebrios de razonable sorpresa. Absorbidos en una feliz y primigenia emoción del intelecto abstracto.
Ajá.
Ramón Gómez de la Serna nos dice: “El agua de sifón sabe a pie dormido”
Magritte convierte un sofá en la nube del descanso de un hombre que duerme sobre el colchón del cielo.
Y Dalí transforma una mesa en comestible (huevos fritos), los relojes se ablandan y se derriten (relatividad de Einstein), y coge y convierte el sofá de Magritte en los labios de Mae West (pero eso… eso es otra historia…)
Oh, Magritte, Qué maravillosa sugestión del pensamiento, Qué raíz de vértebra que nos sacude en las comisuras de una sonrisa dorada y antigua con la pátina de los colores de Bizancio, Oh sí, Qué locura más felizmente cuerda.