Diréis que vaya cosas en las que se fija este. Qué le vamos a hacer, las conexiones neuronales son bastante caprichosas y dictan sus asociaciones mentales con total impudicia…
El caso es que normalmente nos llama la atención ver cómo otros hacen las cosas de maneras distintas a las que nosotros solemos hacer. En el tema de orinar, siempre me han sorprendido aquellos que agarrándose el aparato enfocan el chorro de la meada sobre el líquido del retrete. Nunca lo he entendido. Se hace ruido y el meado salpica más. Yo suelo dirigir el meo alrededor del agua del váter, siempre me ha parecido lo lógico, y además, lo discreto.
Quizá los que estrellan el chorro contra el estanque del pozo blanco que es el inodoro afirman así su masculinidad más primitiva, con inconsciente orgullo y bravuconería hormonal manifiesta, como si fuera una forma de establecer territorio: “aquí estoy meando yo y dejo buena constancia de la potencia de mi chorro”. Manchan y alborotan, con la pija en la mano, los ojos fijos en el pis que repiquetea como una catarata de áureo cristal.
Yo, y otros como yo, vaciamos la vejiga con entusiasmo casi secreto de hombre civilizado. Poniendo especial atención en no rozar el contorno del líquido sumidero. Tiene la desventaja de que el que se queda fuera del cuarto de baño, al no oírnos el clamor del orín, piensa que estamos haciendo otra cosa… O que hay problemas de próstata o quién sabe.
Por eso, es posible que el meón primitivo, el que descarga el chorro tribal como vaca furiosa, el del tambor y platillo a la hora de verter la meada, sólo pretenda eso mismo, no levantar sospechas de ningún tipo. Que quede bien clarito y espeso lo que está haciendo detrás de la puerta del baño.
Esa puerta casi siempre cerrada que oculta nuestra inequívoca relación con lo inclasificable, lo recóndito, mezcla de soterrado amor-odio por nuestras perentorias necesidades, todo aquello que reiteramos una y otra vez de una manera impensadamente mecánica e irreflexivamente cotidiana.